NOVELA BARATA
Su reloj marcaba las siete de la tarde, y Andrés miró al suelo, sin terminar de creerse lo que parecía que acababa de hacer. A sus pies, yacía el cadáver de un hombre, de cuya muerte se acordaba a duras penas. Conservaba la sensación de ser el culpable, pero su mente parecía tratar de olvidarlo, y era evidente que lo estaba consiguiendo.
Hizo un esfuerzo y empezó a recordar. Todo había comenzado esa misma mañana cuando iba, como cualquier día o cualquier ciudadano, a su trabajo. Un día normal en un trabajo, de comercial de telefonía móvil, tan normal como cualquier otro, y tan anodino como el que más. Iba en el metro, con la compañía de la rubia con la que coincidía todos los días y a la que no quitaba ojo, y una de sus habituales novelas policíacas baratas, que devoraba con fruición desde los diez años mientras imaginaba que era el duro policía o el despiadado criminal protagonista. Alternaba entre páginas del libro y miradas furtivas a la rubia, convencido de que ésta hacía lo mismo, lo que le hacía sentirse tremendamente atractivo.
Todo siguió como cada día. El metro llegó a su destino, que era también el de la rubia, y salieron como siempre. Andrés estaba ya acostumbrado a la rutina, ir detrás de la rubia sin quitar ojo de su culo, otra de sus pequeñas obsesiones. Sucedía como siempre, hasta que ella se dio la vuelta. Andrés reaccionó para no acabar aplastándola, pero no pudo evitar el contacto directo.La rubia, que resultó llamarse Lucía, le agarró con fuerza de los brazos y empezó a hablar sin parar, casi sin tiempo para respirar. Le contó que era consciente de las miradas que, desde hacía meses, intercambiaban a diario en el metro. Después de eso, que llenó a Andrés de una inusitada alegría, ante el hecho de que su imposible amor platónico fuera menos imposible de lo que creía, pasó a pedirle ayuda, y no para una tontería. Afirmaba estar en peligro, perseguida por, según ella, un esbirro a sueldo de su ex novio, un hombre violento con el que no había quedado como amiga tras la ruptura. Andrés asistió a la explicación como vaca mirando pasar el tren, con cara de tonto y asintiendo como si se enterara de todo. Entre que la mujer de sus sueños le hablaba, y se sentía como el protagonista de una de sus novelas baratas, estaba en la gloria, flotando en una nube.
Su reloj marcaba las ocho de la noche y él ya no flotaba. A sus pies, yacía el cadáver de un hombre, de cuya muerte se acordaba a duras penas. Recordaba a una mujer rubia. A lo lejos, oía un coche de policía.
FIN